Antonio Millán-Puelles (Alcalá de los Gazules, Cádiz, 1921–Madrid, 2005). Filósofo y escritor, ha dejado como legado, además de su ejemplo de pensador hondo y riguroso, una obra filosófica que no encuentra parangón en el pensamiento hispano de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI. Con un permanente horizonte metafísico, Millán ha desarrollado una ontología del espíritu que investiga la articulación de las facultades superiores en la estructura trascendental del sujeto. Razón y libertad son temas de los que siempre parte y a los que continuamente retorna. La amplitud de su planteamiento filosófico le permite abrir su indagación hacia cuestiones específicas del ámbito económico, social o cultural, con lo que sus hallazgos antropológicos quedan contrastados en campos aparentemente ajenos a su ontología del ser humano. Su amplia bibliografía es clara muestra de la universalidad de sus intereses intelectuales, que cubrían la práctica totalidad del saber filosófico.
Presentación de Alejandro Llano de las Obras Completas de Antonio Millán-Puelles (Volumen I, pp. 13-20):
Antonio Millán-Puelles (Alcalá de los Gazules, Cádiz, 1921 – Madrid, 2005) es la persona con mayor pasión por la teoría que he conocido. Siempre aceptaba una discusión filosófica y nunca era él quien diera la conversación por terminada. Ahondaba cada vez más en el problema que se debatiera, precisaba aceradamente los términos del diálogo, exploraba los ramales que se abrían a uno y otro lado de la corriente conceptual, enseñaba con claridad y escuchaba atentamente. Fue un extraordinario pensador y un profesor fuera de lo común.
Entre los muchos recuerdos de la tenacidad de su pensamiento que podría evocar, se me presenta el diálogo entre varios colegas en la pausa del café, tras la primera conferencia de un congreso filosófico. La lección que acabábamos de escuchar –el tema es ahora lo de menos- suscitó puntos de vista encontrados entre nosotros, y Millán-Puelles se embarcó con gran vitalidad y lucidez en el intercambio de ideas. Ni se dio cuenta (o no quiso dársela) de que los minutos de descanso habían terminado y el resto de los participantes en el simposio se dirigía de nuevo al aula. A sus interlocutores nos interesaba mucho más lo que pudiera decir Antonio, ante las tazas ya vacías de café, que el discurso académico anunciado. Así es que continuamos a pie firme durante dos horas más, a vueltas con las aporías que barajábamos. Llegado un momento, yo me encontraba físicamente agotado y a duras penas conseguía seguir prestando atención a lo que se discutía. Millán continuaba impertérrito. Sólo cuando la audiencia de la lección a la que no habíamos asistido volvió a salir del aula, nuestro coloquio se interrumpió. Al quedarme en un aparte con él, le dije que acababa de comprender por qué había llegado a desarrollar una asombrosa capacidad filosófica. Me miró sorprendido.
Y así, hasta el final de su vida en este mundo. No deja de ser significativo –aunque en modo alguno previsto- el hecho de que su última enfermedad coincidiera con la escritura de una obra inacabada sobre la inmortalidad del alma, más tarde publicada. Porque, para Millán-Puelles, la filosofía era vida, expresión culminante de lo que Aristóteles llamó bios theoretikós. Y sabía que la muerte, ya vecina, y la pervivencia del alma tras ella, constituyen claves para la comprensión y encaminamiento de la totalidad de la vida. En la entraña de su lógica implacable y de su minuciosidad fenomenológica, latía un temple anhelante de la única luz que ilumina la existencia humana: la lumbre de la verdad. No admitía compromisos con la verdad, ni temía enfrentarse con ella. La miraba cara a cara, amorosamente. De ahí que en su trabajo filosófico no eludiera los temas más arduos ni se retrajera ante los que pudieran resultar polémicos. Lo cual le deparó discípulos incondicionales –entre los que yo figuro en último lugar- y adversarios contumaces, los cuales no perdonaban al profesor Millán-Puelles que no se hubiera plegado como ellos a la transformación del oficio filosófico en burocracia o trivialidad.
Millán-Puelles nos deja como legado, además de su ejemplo de pensador hondo y riguroso, una obra filosófica publicada que no encuentra parangón en el pensamiento hispano de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI. Los que la han seguido paso a paso, conocen su hilo conductor. Y saben que, con un permanente horizonte metafísico, Millán ha desarrollado una ontología del espíritu que investiga la articulación de las facultades superiores en la estructura trascendental del sujeto. Razón y libertad son temas de los que siempre parte y a los que continuamente retorna. Por eso es un gran conocedor del alma, tema central de la filosofía clásica y moderna, del que más recientemente se teme con frecuencia hablar, cual si fuera científicamente incorrecto. Como Agustín de Hipona, Millán-Puelles andaba sobre todo deseoso de conocer a Dios y al alma, es decir, la trascendencia pura y simple. Nunca pensaba que fueran asuntos privativos de la teología, sino que distinguía sin separar lo propio de la fe y lo propio de la razón. Como cristiano cabal y ejemplar católico, tenía presente que la fe es un libre obsequio de la razón impulsada por la gracia, y que la inteligencia filosófica puede llegar por sus propios medios a dilucidar los preámbulos de la esperanza: la existencia de un Dios personal y la inmortalidad del alma humana.
Ante la pérdida de la presencia terrena del amigo entrañable y del insustituible maestro, el hecho de que Antonio dejara inacabado su libro La inmortalidad del alma nos priva de sus últimas palabras de caminante hacia la luz y hacia la vida. Nos dejó con la miel en los labios. Hubiéramos dado cualquier cosa por poder tener en nuestras manos la segunda parte de ese estudio, en el que –tras las valiosas precisiones conceptuales y el recorrido histórico completo- Millán hubiera abordado derechamente la cuestión de la pervivencia del alma tras la muerte. No hay asunto de mayor interés humano, y nadie estaba en nuestro tiempo mejor preparado que él para abordar sin timideces ni ambigüedades un tema tan serio.
La argumentación de Millán-Puelles, considerada sistemáticamente, partiría de la consideración del alcance universal del conocimiento intelectual y del querer libre, para pasar después a las operaciones inmanentes, a las facultades superiores, y al hombre como sujeto del que el alma es forma esencial. Quien desee hacerse una idea esquemática de los hitos del posible razonamiento, puede acudir al Léxico filosófico (1984), donde Millán-Puelles dedica una voz completa a la inmortalidad del alma humana. Pero es su obra entera la que prepara y apoya el tratamiento de un problema en cuya dilucidación se dan cita acuciantes perplejidades existenciales y erizadas dificultades filosóficas.
Especialmente relevante para comprender el sentido profundo de toda su obra filosófica es la antropología trascendental que Millán ha desarrollado en varios de sus libros, y que encuentra ya una expresión cumplida en La estructura de la subjetividad (1967), investigación a la que su autor remite varias veces en ese libro postrero e inacabado.
Se trata de una teoría del sujeto humano en la que se establece que a la conciencia del hombre le corresponde un carácter tautológico, inseparable de una ineludible heterología. Intimidad y trascendencia suelen aparecer, en las antropologías convencionales, como dimensiones contrapuestas. Formado en la filosofía husserliana, Millán-Puelles logra –a lo largo de esta extraordinaria obra, impresionante en profundidad y amplitud- esa articulación entre fenomenología y metafísica clásica que tantas veces ha sido pretendida y tan pocas alcanzada.
En La estructura de la subjetividad, muestra Antonio Millán –a través del estudio de tres fenómenos antropológicos- que subjetividad y conciencia no son convertibles, como pretende el idealismo. En primer lugar, a la subjetividad le está vedada la conciencia de su propio comienzo temporal. En segundo término, la conciencia no es incesante sino intermitente, como se aprecia en el sueño y en el “volver en sí” tras él: lo que cesa o se interrumpe es la conciencia, no la subjetividad. El tercer fenómeno consiste en que la subjetividad no es completamente transparente a sí propia. La nuestra es una conciencia inadecuada. El insalvable resto de opacidad que la subjetividad opone a la reflexión sobre sí misma es el índice, nunca eliminado, de un ser que no se agota en ser conciencia. Se trata de un ser que se abre a todo el ser. Porque la idea irrestricta de ser constituye la condición a priori de posibilidad de la conciencia subjetiva. Se trata, obviamente, de un a priori muy distinto del kantiano: es una suerte de a priori material que pertenece a lo captado y no a la manera de captarlo. El logos sólo es posible como logos del ser.
Para que esté presente la autoconciencia inadecuada, es necesario que se dé la trascendencia intencional a lo real. Y es que la subjetividad sólo puede hacerse cargo de sí misma en tanto que capta de alguna manera una realidad distinta de ella. Todo acto de reflexión es secundario. El modo de ser tautológica la conciencia es el que se enlaza con una heterología naturalmente previa, aunque simultánea cronológicamente. Es, pues, una tautología fundada, derivada.
Desde tales planteamientos distingue Millán-Puelles tres tipos de reflexión: 1) la reflexión concomitante o consectaria; 2) la reflexión originaria; 3) la reflexión temática o representativa.
En el tratamiento de la reflexión consectaria o concomitante, la que acompaña a todo acto consciente, se distancia Millán, no sólo de Kant y Brentano, sino también de Tomás de Aquino. Porque, si bien santo Tomás admite en ocasiones la autopresencia consectaria y reconoce que toda intelección es existencialmente una autointelección, en otros textos establece una clara diferenciación entre el acto del conocimiento directo y el reflejo. Pero lo cierto es que, para llegar a objetivar el propio acto de conocimiento, es preciso tener de él un previo saber inobjetivo y atemático, que tiene que darse en el propio acto de conocimiento. Hay una presencia meramente consectaria que se encuentra en el origen de todo tipo de reflexión. Lo inobjetivo es condición de posibilidad de lo objetivo, lo cual invalida las pretensiones del objetivismo representacionista.
En segundo lugar, la reflexión originaria ni es objetiva ni acontece en la forma de la re-presentación. La reflexión originaria es cuasi-objetiva. Lo que mantiene Millán es que en todo acto originariamente reflexivo la subjetividad se vive como instada por algo que ella no es, pero que le afecta como suyo o como determinante de su estado. Es el caso del acto judicativo en el que se conoce la verdad, de la vivencia del deber, del dolor, de las necesidades biológicas; también acontece la reflexión originaria en la vivencia de la libertad como un querer querer y, finalmente, cuando ocurre la vivencia del otro yo –del alter ego- en la comunicación interpersonal.
En tercer lugar, tenemos la reflexión estrictamente dicha, la reflexión propia y formalmente objetivante, temática o representativa. Se trata del único tipo de acto que es constituyente de la objetividad de algo realmente subjetivo. Si tal reflexión temática se puede dar, es porque la subjetividad es fluyente y movediza, aunque no se identifique con su propio fluir. Justo porque la objetividad no consiste en sus propios actos, puede volver hacia ellos y ponerlos ante sí. En definitiva, la reflexión temática supone el tiempo; pero si no se viviera la subjetividad como algo permanente, no se podría vivir como lo mismo que en la “re-presentación” se “auto-objetiva”.
Millán-Puelles entiende esta teoría suya de la subjetividad como una preparación para su teoría de la objetividad en cuanto tal, desarrollada en un libro que presenta aún mayor envergadura especulativa y que se titula precisamente Teoría del objeto puro (1990), cuya traducción al inglés –The theory of the pure object (1996)– incluye un interesante prólogo de Josef Seifert.
Lo que ninguna crítica de la subjetividad moderna había advertido hasta ahora es que el error básico del racionalismo y del idealismo radica en el intento de conferir realidad a las representaciones en cuanto tales, es decir, en el afán por acercar tanto la objetividad a la realidad que acaben por confundirse. En cambio, la impugnación del representacionismo llevada a cabo por Millán-Puelles, en lugar de intentar “reificar” la representación, la “desrealiza”. Estamos en las antípodas de la realitas obiectiva: ante algo tan interesante y nuevo como es la identificación de la (pura) objetividad con la irrealidad.
La estrategia metódica de Millán-Puelles es anticartesiana, en el sentido de que supera el escepticismo a base de mostrar que las representaciones objetivas son (de suyo) irreales, en vez de intentar ganar trabajosamente para ellas la realidad extramental que, en sí mismas, no poseen. Las lanzas del genio maligno se tornan cañas cuando se aceptan serenamente casi todas sus pretensiones iniciales, a saber, que la mayor parte de las objetividades que comparecen ante la conciencia son solamente eso: objetos puros, no dobletes presuntos y problemáticos de unas realidades exteriores mediadas o representadas por tales objetos. Y esto no vale sólo para los entia rationis, también para las ficciones literarias, las meras posibilidades, lo futuro y lo pasado, las ensoñaciones y los proyectos. Se trata de una completa exploración de lo irreal puesta al servicio de realismo metafísico que, justo por haberse hecho máximamente vulnerable, presenta una irreprochable acreditación.
Valga esta mínima exploración en dos de las obras centrales de quien fue Catedrático de Metafísica de la Universidad Complutense, para apreciar la hondura y la originalidad de una especulación que indaga acerca de casi todos los temas capitales de la filosofía occidental. Buena parte de este caudal late en su libro póstumo sobre la inmortalidad del alma, del que partía esta presentación.
El alma es el principio común de la intimidad humana y de la humana trascendencia. La concepción antropológica de Millán-Puelles se encuentra así tan alejada de un inmanentismo subjetivista como de la pérdida de sustancialidad en la intimidad de la persona. Antonio Millán no es un personalista, en el sentido actualmente usual, pero sabe muy bien cuál es el fundamento ontológico que hace del hombre una persona, y que sólo puede estribar en la índole espiritual del alma humana, la cual constituye a su vez la raíz de su inmortalidad.
No deja de tener su interés que la fórmula clásica, adoptada incluso por el Concilio de Vienne, sea siempre anima forma corporis y no anima forma materiae primae. Porque no hay que entender la forma y la materia como una especie de coprincipios inicialmente aislados que, al unirse, dieran lugar a ese animal racional que es la persona humana. La realidad primaria y completa es el ser humano en su original unidad. En cambio, la materia prima no es principio de nada, por carecer de toda posible consistencia. De manera que, en el caso del hombre, no hay materia prima que valga antes o fuera del cuerpo, que está siempre ya animado por el alma. Con lo cual se resuelven, desde el fundamento, ciertos problemas que atribulan hoy día a la bioética.
El ser humano se abre a todo el ser, porque está constitutivamente orientado a la realidad. Es un ser “onto-lógico” porque tiene el poder de captar lo real como real, y lo irreal como irreal. Esta peculiar condición “onto-lógica” determina la posición del hombre en el mundo, que es una implantación libre, en la medida en que no sólo el hombre está físicamente en el mundo sino que también el mundo está intencionalmente en el hombre, lo cual determina lo que algunos antropólogos contemporáneos han llamado su posición excéntrica. El hombre está en el mundo, por lo cual posee una dimensión material (corporal), que le integra en el plexo de las cosas intramundanas, y él mismo presenta una estructura reiforme: no es propiamente una cosa, aunque sí una cuasi-cosa. Pero el mundo está en el hombre de una manera que no puede ser a la vez material, lo cual supone que no sea una cosa entre las cosas, sino que trascienda el contexto natural en el que se encuentra integrado, e incluso su propia naturaleza, a través de la cual se integra en tal contexto. De ahí que sea concebible la existencia de esa dimensión suya irreductible a la materia una vez que el hombre haya muerto. Muere el hombre, pero no todo en él muere. No es que él o ella pervivan de algún modo, como en una especie de existencia fantasmagórica o mágica. No. Es que algo del hombre subsiste tras la muerte, porque su alma no se corrompe al corromperse el cuerpo.
La amplitud del planteamiento filosófico de Millán le permite y, en cierto modo, le exige ampliar su campo de indagación hacia terrenos escasamente explorados por otros y, en todo caso, con un enfoque sorprendentemente original. Por ejemplo, uno de sus libros más sólidos y extensos –Economía y libertad- se ocupa de cuestiones específicas del ámbito económico, con lo que sus hallazgos antropológicos quedan contrastados en campos aparentemente ajenos a su ontología del ser humano. Pero es que, incluso cuando aborda materias más clásicas, como es el caso de la moral, su enfoque es radicalmente original, como frecuentemente revela hasta el propio título, que en este caso reza así: Ética de la libre aceptación de nuestro ser. Millán-Puelles nunca ha caído en la trampa de dividir la filosofía en especialidades, y menos aún en enclaustrarse en alguna de ellas. Su amplia bibliografía es clara muestra de la universalidad de sus intereses intelectuales, que cubrían la práctica totalidad del saber filosófico.
Se podría temer, entonces, que el panorama temático de la obra de Millán resultara de un abigarramiento tal que fuera incompatible con el pausado y firme curso de un pensamiento que se puede considerar como el de un clásico. Ahora bien, la variedad temática no tiene por qué conducir a un panorama confuso o disperso. Porque lo propio del método filosófico –como destacó Fernando Inciarte- es la superación de los contenidos en busca de los actos. Esto es lo que se ha venido haciendo en el pensamiento occidental desde Aristóteles hasta Kant, con prolongaciones significativas en el idealismo alemán, la fenomenología, el análisis lingüístico o la hermenéutica no radicalizada. Pero tal capacidad parece que ha decaído recientemente de manera general. Se nos antoja hoy imprescindible atenernos a los contenidos, a lo que Kant llamaría la Sachheit, la realitas, a costa de la posible elevación a aquello que trasciende todo contenido, toda res, toda cosa; a aquello que es la ganancia pura de un proceso de descosificación, y que sólo puede entenderse como espíritu en su significado ontológico más serio.
El naturalismo es incapaz de una comprensión del conocimiento que no suponga una cierta traslación de los contenidos externos a una especie de recinto interno al que llamamos “mente”, o bien una comprobación de que esos contenidos se encontraban ya en la conciencia. Y algo semejante acontece con la volición, de la que se piensa que ha de estar causada por un acontecimiento psíquico de índole emocional o desiderativa. Con un equipaje conceptual tan tosco, la sutil cuestión de la espiritualidad de un alma que es la forma sustancial de un ser vivo –un animal rationale- resulta prácticamente inabordable.
La cuestión del espíritu humano es una de las más difíciles con las que se puede enfrentar el filósofo. Además de su complejidad técnica, se ve acechada por deformaciones del pensamiento que se han dado tanto en el período clásico como en la modernidad, hasta nuestros días. El platonismo y el racionalismo se mueven en su elemento cuando afrontan la existencia de una realidad espiritual, pero no encuentran modo de resolver el problema de la unidad del ser humano como un compuesto de cuerpo y alma. Por el contrario, al positivismo naturalista y al materialismo les resulta inconcebible la propia existencia de un espíritu que no sea mero epifenómeno de procesos físicos y psíquicos. Ambos extremos tienden a cosificar la realidad humana. Y esta reificación es la debilidad común de la mayor parte de teorías antropológicas actuales.
Gracias a su profundidad metafísica y a su agudeza fenomenológica, Millán-Puelles sortea estos riesgos y nos ofrece una antropología equilibrada y penetrante, en la que la espiritualidad del alma no se contrapone a la unidad psicosomática del ser humano. Valga este ejemplo como muestra de una manera de filosofar que conjuga de manera impresionante su sutileza conceptual con la relevancia de los temas que aborda y los enigmas que resuelve.
Millán-Puelles publicó en vida la mayor parte de su obra filosófica. Pero muchos de sus libros se encuentran agotados y no pocos de ellos son difícilmente accesibles. Por otra parte, se notaba la carencia de una edición completa que facilitara estudios de conjunto sobre un pensamiento tan riguroso como bien trabado.
Por eso, algunos de sus discípulos y otros colegas más jóvenes, que aprecian altamente todo su decurso intelectual, nos hemos decidido a publicar sus Obras completas, bajo los auspicios de la Asociación de Filosofía y Ciencia Contemporánea. A este primer volumen seguirán –a buen ritmo- otros once, en los que se recogerá la totalidad de sus escritos, incluidos también sus artículos filosóficos, así como sus contribuciones a revistas culturales y a la prensa diaria.
Estamos seguros de que los numerosos alumnos, discípulos y lectores de Antonio Millán-Puelles –y no sólo españoles y latinoamericanos- acogerán gozosamente estas Obras completas, y apoyarán la difusión de este valioso acervo de indagaciones filosóficas, que ocupa un lugar único en el panorama contemporáneo del mejor pensamiento en lengua castellana.
Alejandro Llano